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Por Sergio Federovisky
Durante cuarenta años los organismos internacionales repitieron el mantra de Monsanto: el glifosato no era cancerígeno. Las principales agencias reguladoras responsables de evaluar la peligrosidad de un producto antes y después de su comercialización coincidían con el mismo criterio: la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) en Europa, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) y la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos (ECHA) aprobaban su uso.
Hasta que la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) de las Naciones Unidas contradijo la norma: el herbicida –el producto estrella de Monsanto y el plaguicida más utilizado en el mundo– es genotóxico, cancerígeno para los animales y "probable cancerígeno para el hombre". La divergencia se explica por una simple razón: las agencias que habilitaban el glifosato recababan información proporcionada por Monsanto, mientras que la IARC carecía del acceso a sus datos confidenciales. Las observaciones científicas eran materia de interés para la firma implicada.

Así nacieron los "Monsanto Papers". A lo largo de miles de documentos internos indagados por el medio francés Le Monde y desclasificados por un juez de San Francisco, Estados Unidos, se comprobó que la multinacional semillera manipuló los informes de expertos presuntamente independientes que evaluaban el glifosato. Los empleados de Monsanto eran los escritores fantasmas de los organismos que debían controlarlos. Ahora Francia y otros países europeos reclaman la prohibición del glifosato.

En simultáneo, hay especialistas que afirman que Argentina es el laboratorio de Monsanto. Con el consabido silencio cómplice, según la periodista francesa Marie Monique Robin, autora de "El mundo según Monsanto", el país "es el alumno predilecto de la multinacional semillera".
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